En una charla radiofónica, en enero de 1950, Krishnamurti contaba que la necesidad que tenemos de usar, emplear, poseer al otro, hace insostenible las relaciones humanas, cortando así toda ‘comunión’.
Algunos años antes, en 1937, Ayn Rand escribía en su novela «Himno»:
Elegiré amigos entre los hombres, pero ni esclavos ni amos. Y elegiré sólo a los que me agraden, y a ellos los amaré y respetaré, pero no les ordenaré ni obedeceré. Y uniremos nuestras manos cuando queramos, o caminaremos solos cuando así lo deseemos.
«Anthem»
Ambos ya atisbaban eso que nos suena hoy, gracias al filósofo José Carlos Ruiz, tan contemporáneo: la ‘otrofagia’.
Krishnamurti lo encontró en los púlpitos sectarios de la moral y de la fe. Rand en los estrados de los dictadores y sus acólitos. Y ambos sabían el gran escollo que suponía para el desarrollo de la humanidad el uso de una persona por parte de otra, independientemente de la conveniencia, autoridad o justificación del propósito.
Ambos representaron también esa tensión perpetua entre lo colectivo y lo individual: mientras que para un desarrollo social armónico parecen necesarios ciertas reglas y rituales (como lo han sido la «economía del don» o lo es el giri japonés), el individuo queda constreñido, privado de libertad y capacidad de trascender.
Hoy estamos tan plenamente instalados en el consumo de los demás que nos engaña la naturalidad del gesto. Es más nos creemos con derecho.
Nos consumimos mutuamente en casa, en el trabajo, y hasta en la cama. Por exceso o por defecto. De ‘facto’ o por omisión. Todo es negociación y compra-venta. Y por mucho que le demos una capa de barniz ‘win/win’ a la relación, siempre va a estar presente ese temor a que nos toque un ‘win/no-tan-win’ o, a lo peor, perder.
Para Zigmunt Bauman, esta transposición del consumo material hacia lo interpersonal ha venido erosionando nuestras habilidades para socializar hasta volver líquido el amor. Limando y limando esas capacidades, ya pulidas desde hace milenios, hemos generado, paradójicamente, unas asperezas que suavizamos ‘teflonizando’ nuestras relaciones con una capa de tecnología.
Interponemos entre nosotros chats y redes ‘asociales’ a diario. En los ochenta fueron los contestadores automáticos y los ‘beeper’. En los sesenta, cuando los teléfonos eran aún de cable y de disco de marcación por pulsos, Ayn Rand escribía en «La virtud del egoísmo» las bases de una utópica sociedad de individuos racionales y razonables que contarían entre sus bondades las de ser objetivos, equitativos y empáticos en sus relaciones, pero sin apearse de su egoísmo racional.
Y aunque creemos –nos decimos– que las sociedades humanas prosperan, la paradoja radica en que, sin embargo, no evolucionan. Quizá cuando las inteligencias artificiales nos desplacen del trabajo intelectual, como las máquinas nos desplazaron del manual en la revolución industrial, quizá entonces tengamos algo que decir como especie en lo trascendental.
Me parece curioso que tanto Ayn Rand como Jiddu Krishnamurti tuvieran, en el fondo, visiones convergentes para la humanidad: la de seres libres de credos e ideologías, por encima de deseos y exigencias de uso hacia el prójimo, y dotados con un sereno autoconocimiento de sí mismos, pero siempre en relación con los demás.
¿Se tocan los extremos? Ella, ‘musa’ del neoliberalismo libertario e inspiradora para los capitalistas de silicio pro-IAcracia. Él, un esperado y esquivo mesías integrador de espiritualidades diversas.
¿Sería posible consensuar ambas visiones? Fueron contemporáneos y fallecieron con pocos años de diferencia. De haber hablado ¿habrían encontrado un punto de equilibrio y de referencia para el mundo?
¿Quién sabe? ¿quizá las IA nos ayuden?
Descúbrelo aquí: «Una entrevista desde la utopIA»
P.S.: Actualizamos nuestra playlist de Spotify con el tema «Within You, Without You» de George Harrison y el “After You Get What You Want You Don’t Want It” de Irving Berlin cantado por Marilyn Monroe.